Una pluma de paloma que cae

A la memoria de Bohumil Hrabal

Ahora que bajo surcando el viento en una ráfaga de ocaso, miro las corcholatas con el emblema de la cerveza Pilsner incrustadas en el pavimento y evoco las tardes en el Tigre de Oro, o sea casi todas las tardes desde hace más años de los que puedo contar, y mientras más caigo, más me figuro los ojos, como estrellas o corcholatas también, de Maruja, que me besó en el pasillo oscuro del tren, y a cuyo suave y húmedo cuerpo me pegué aunque no reconocí ni su voz ni nada, incluso recuerdo haber pensado que ella se había confundido, y yo creí que era una rotunda falta de cortesía decepcionarla diciéndole que tal vez no eran mis labios los que buscaba en realidad, aunque eran mis labios a los que se entregaba con todo el candor de su madurez, pero cuando la electricidad regresó y la miré y ella me miró no había sorpresa en sus ojos, más bien triunfo e impertinencia, de lo cual deduje que, al igual que las palomas, me había estado acechando, y cuando salimos del tren yo me fui con ella y pensé que la gente no debería vivir nunca en un piso número cinco, porque ella vivía en ese piso, justo como yo y como la habitación de este hospital, en donde los plumíferos se posan todo el día y roban la escasa calma que les resta a los otros convalecientes; ahora abro la mano y las migas de pan se me escapan y al contrario de mí, se van hacia arriba, y vuelvo a ver las corcholatas y los ojos y recuerdo que no era por esto que me asomé a la ventana.

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