Mi abuela vive en una palapa a la orilla del mar. Tiene un restaurante en donde pocas personas van a comer. Yo tengo diez años. En navidad, mis tíos ponen un árbol maltrecho que de ninguna manera se parece a un pino. Las esferas y los adornos son los mismos cada año. En verano llega un poco más de gente, sobre todo turistas. Mi abuela se sienta a platicar con ellos mientras les preparan la comida, les pregunta de donde vienen. Les sonríe y les cuenta cosas de su familia, les presenta a sus hijos y nietos. Cuando llueve hay que poner cubetas por toda la casa, por las goteras. Hay una fotografía donde están mi madre y mis tíos en la entrada de la palapa, todos con los pies descalzos, eran muy jóvenes, apenas rondaban la adolescencia.
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Al norte de la ciudad, a veinte minutos de la casa, había una feria a la que mis padres nos llevaban a mis hermanas y a mí cada quince días. A mí me gustaba subirme a los caracoles, una serie de minicoches que se desplazaban mecánicamente sobre la una vía cíclica. Me subía una y otra vez, nunca me cansaba. Mis hermanas preferían la rueda de la fortuna o las sillas voladoras. Todo en la infancia, las vacaciones, la navidad, las incontables fotografías, los cumpleaños, son como nuestros juegos de la feria, transcurren en circulo, una vez y otra y otra, variando apenas un poco en comparación con los anteriores. Pero es una espiral. El centro termina convirtiéndose en un punto ciego, se pierde entre los años.
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Una vez, llegamos a la palapa y no había más que un montón de hojas de palma podridas sobre una plancha de cemento.
La feria fue sustuida por un oxxo.
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Contemplamos con un estremecimiento en la memoria la manera en que la ciudad pulveriza los sueños que ella misma construye.
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