Acerca del feísmo

En la fotografía aparece una ciudad de noche. Hay un gran puente iluminado que cruza por encima de un río. El agua refleja la noche diáfana, y el brillo de las luces con las que se alumbra el puente lo duplica dando la impresión de que bajo el río existe una ciudad gemela, y que ambas son doradas. No es un puente moderno de estructura de acero como el de Brooklyn, es un puente de piedra que sirve como testigo mudo de la ciudad en la que fue construido, una ciudad que, de tomar un cuerpo humano, su espalda estaría doblada por el peso de la historia. Naturalmente es una ciudad centroeuropea, sólo los puentes de esa región de Europa (también del Este) tienen ese aire de misterio vetusto e indestructible. Su belleza no es desbordada como la de los de España, ni severa como la de los de Alemania; los puentes de piedra de Occidente tienen una respiración muy diferente a los del Este, cuya pesada languidez les proporciona un carácter lóbrego, un encanto taciturno e irresistible. Estos puentes han sobrevivido siglos enteros, sus gigantescos bloques de piedra han soportado pacientemente la crecida de las aguas, los temblores, las batallas entre turcos y cristianos, las guerras mundiales, las emigraciones, las epidemias, las manifestaciones en contra de los regímenes, han cambiado de nacionalidad varias veces, han visto nacer y morir imperios y naciones, han sido la gloria de algún reino, han legitimado a reyes y a pueblos enteros, han sido la salvación cuando la ciudad estuvo perdida y no quedó otra opción que escapar, también han sido la perdición cuando permitieron pasar al enemigo, son cuna de leyendas, conocen los secretos y las costumbres de los que por ahí transitan, se alimentan de las generaciones pasadas y de las futuras, son tan extraordinarios como monstruos desenfadados y a la vez comunes como la vida cotidiana.

El puente de piedra retratado es también casi todo eso. Tiene doce arcos y es el representante más antiguo y notable de la ciudad. Tampoco es de la magnitud de Puente de Carlos, o del Puente de las Cadenas (que ya no es todo de piedra, pero conserva un aire antiguo), o del puente que pasa por encima del Drina; este río se llama Vardar. La ciudad es Skopje, capital de la República de Macedonia, o Antigua República Yugoslava de Macedonia, para no entrar en polémica con los griegos. Su bandera es un sol dorado de ocho rayos en un fondo rojo. Su idioma oficial es el macedonio, lengua de la familia eslava, se sirve del alfabeto cirílico. Al norte colinda con la República de Serbia, al este con la República de Bulgaria, al oeste con la República de Albania, y al sur con la República Helénica. Y más allá el mar. Macedonia no tiene acceso al mar. Está encerrada.

María sostiene el libro en las piernas y dobla su espalda lo suficiente para ver la foto a unos centímetros de sus ojos, sólo así puede observar con detenimiento la magnífica fotografía. Skopje. Macedonia. Hermoso nombre. Da la impresión de grandeza, de nobleza, de algo... inconmovible. Cuna de reyes. Macedonia. Una gota de sudor le resbala por la frente y cae justo en el puente de piedra, manchándolo. María la limpia con los dedos pero lo único que consigue es que quede una capa opaca y sus huellas dactilares. En la siguiente hoja hay una fotografía del mismo puente, pero de día. Ya no se ve tan excepcional. María esboza una mueca. Es que de noche todo se vuelve inmenso y luminoso, piensa, lo mismo para las rocas. Es sólo un puente de piedra. Es sólo un país balcánico acorralado por tres verdugos. Es sólo una décima parte de lo que fue con Alejandro, y eso pasó hace muchos siglos. No hay nada que sea indestructible aunque su nombre así lo parezca. Hay quienes cargan con un nombre que no pueden llenar. O que ya no pueden llenar. Qué fea se ve la ciudad. Pero, ¿qué lo feo no es típicamente interesante y por lo tanto, bello? Tal vez es un simple problema de semántica o hasta de hermenéutica: que algo sea feo, no implica que en verdad sea feo. Cuestión de sensibilidades. Sensibilidades y subjetividades y conceptualizaciones y percepciones y factores históricos y sociales y culturales y, sobre todo, de gustos. Hasta se oye bien eso de feísmo, le da personalidad. El club de los feos. No, mejor, la sociedad, la élite de los feos. El país de los feos. Que se mueran los hermosos. Que se muera lo hermoso. Qué basura, todo eso es una gran mentira, dice María y sonríe amargamente, se imagina lo que dirán los libros de historia del arte en unos veinte años…ya desde fines del siglo XX surgía una nueva subcultura que al paso del tiempo trascendió y adoptó el nombre de “feísmo”, y que, igual que el término “postmodernismo”, que se extrapoló de la arquitectura hasta los ámbitos social y artístico, hasta llegar a formar un complejo concepto ecléctico denominado “postmodernidad”, pasó a abarcar el conjunto de la sociedad. Sus principales representantes en literatura eran Fulano de Tal e Hijo de Vecino. Con la ocurrencia fresca, María regresó al libro a su sitio, junto a El lugar y a La muerte en Venecia, y fue a buscar la bitácora. Anotó lo siguiente:

Feísmo. No debe tratarse de una redención de lo feo, de ser así, se convertiría en cánon y lo que es cánon (kánon, del griego, significa normal) ya no es feo y entra en el gusto de la mayoría o de la minoría culta. Lo feo debe seguir siendo feo hasta el fin y con todas sus letras. El feísmo deliberado se vuelve kitsch. No es lo mismo que en las vanguardias del siglo XX, que exaltaban el valor de lo desagradable y lo crudo y lo desplazaban de su contexto para convertirlo en arte. Hay que ver lo feo feo. No se trata de encontrarle lo interesante ni de aplicarle el valor estético. No hay que buscar la desmitificación, ni un reacomodo del mundo, ni una reinterpretación, ni una revaloración, mucho menos ponerlo de moda. Se trata de mirarlo de frente y aguantarse la náusea.


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